miércoles, 3 de agosto de 2011

CRÓNICAS DESDE UNA CAMA.

Yo a usted le conozco. Estuvo aquí el pasado año.
La miré con sorpresa. Su cara era afable y esbozaba una simpática sonrisa.
Aunque intenté hacer memoria, no podía recordarla ni a ella, ni al lugar en sí. Miré a mi mujer y esta asintió. Efectivamente el octubre anterior estuve ingresado en aquella misma sala tres días, cuando me operaron de una hernia inguinal. Y ella, Loli, fue la enfermera que me tenía a su cargo en el turno de tarde.

Menuda memoria, - pensé - y vaya “plancha” al no acordarme de ella. Le correspondí con amabilidad y me dejé acompañar por ella a la que sería mi habitación. Tuve suerte, además de que Loli volvía a ser mi enfermera de tarde, la habitación era de dos camas pero no pondrían a nadie conmigo, por lo que dijeron. Esto no me preocupaba demasiado por el momento. Y tome posesión de aquella habitación a la espera de que me dijeran que debía de hacer.

No tardaron en atenderme e indicarme todas las disposiciones previas para prepararme cara a la intervención del día siguiente. Voy a ahorrarles los detalles por ser tan desagradables (para quien no está habituado) como irrelevantes para el lector. Solo mencionar, como anécdota, que para que a uno le operen de un cáncer de colon, éste debe estar limpio y, aparte de no haber comido nada desde la diez de aquella mañana, solo podía beber agua, me hicieron tomar una serie de sobres, - creo que se llaman BOHM y su nombre es ya como una amenaza - que se debían diluir en un cuarto de litro de agua y debía beberme uno, cada veinte minutos. Me tuve que tomar veinte. Creo que si me hubieran dado un poco de lejía habríamos acabado antes y no hubiera sido peor el sabor.

No creo que puedan imaginarse lo que es aquello, salvo los que lo hayan padecido, tomarte tres o más litros de agua en un relativo corto espacio de tiempo, con un sabor, dicen que infernal, a mí me resultaba desagradable aunque al final casi acabé acostumbrándome, y que cuando empieza a hacer efecto has de ir al baño que te las pelas, pues de lo contrario, puedes sufrir una catástrofe espantosa tanto a nivel estético como viscoso y olfativo.

Con el colon en condiciones, yo ya dispuesto, arreglado y semiaturdido, con el ano que parecía un semáforo en rojo de tanto “trabajar”, cansado y con ganas de abrazar la cama, vino el barbero (el que faltaba) para rasurar la zona a tratar. Luego entró José, el enfermero de noche, me tomó la tensión y la temperatura y me dio una pastilla para que me durmiera, como si a mí en aquel momento me hiciera falta la maldita pastilla.

A la mañana siguiente, alrededor de las 9:30 h., Patricia, la enfermera de las mañanas, me mandó duchar con un jabón especial, me hizo poner una camisa de una especie de tela-papel de color verde, bastante transparente y muy sexi, me dio una pastilla y me dijo que esperara al camillero que me llevaría al quirófano. Yo obedecí como un niño bueno y sin rechistar.

Sobre las 10:30 h., apareció el camillero, un individúo que ya me era familiar por haberlo visto deambular por el hospital, alto y fuerte, de unos cuarenta y bastantes años, de pelo gris recogido en una cola, (y creo que de ERC, pues en una ocasión al cruzármelo por uno de los pasillos del hospital, me dijo: “Salud”, y como yo no había estornudado, deduje que era de la izquierda independentista, la más rancia, quizá me equivoque y sea del PP, vete a saber pues tampoco me importa ya que es un buen tipo) y me dijo que me tumbara en la camilla para bajarme a quirófano.
Mi intervención se había adelantado, que bien, acabaría antes.

Me aparcaron en el “BOX” paso previo al quirófano, y posteriormente a la operación, pues es paso obligado también para recuperarte después de lo que te han hecho en el quirófano.

Y allí me tienes tumbado en una camilla, con una bata entre cursi y erótica, medio sedado y a la espera de que los cirujanos empezaran la faena. No tardaron en aparecer un número indeterminado de enfermeras, todas de verde, y que empezaron a manipular mi aturdido e indefenso cuerpo. No sé con exactitud lo que pasó solo recuerdo, muy vagamente, haber llamado a la doctora que me iba a operar, pero en aquel momento no recuerdo lo que le dije cuando la tuve delante. Eso vendría mucho después y de una forma tan fortuita como original.

No sé el tiempo que pasó pero cuando recobre, un poco, no demasiado, la consciencia, volvía a estar en aquel “BOX” acompañado de un par de enfermeras y de mi esposa e hija, y con un terrible dolor en el bajo vientre (producido por los gases que te insuflan para poder ver el interior de la cavidad cuando te operan por laparoscopia) y en mis partes nobles, fruto sin duda del tubo, de unos 4 ó 5 mm., (o eso te parece) que introducen por la uretra para sondarte y que no me lo quitaron hasta el día siguiente, cuando ya te has acostumbrado a él y casi le quieres como una prolongación de ti mismo, pues bien mirado hasta resulta cómodo, no tienes que preocuparte de orinar, sale solito.

Todas se empeñaban en decirme que todo había ido muy bien, pero a mí el dolor de los gases y, sobre todo del “pito” me traían más que inquieto, yo diría que jodido, muy jodido. Y las de “verde” insistiendo en lo bien que había ido. Este calvario duró más de dos horas, por lo que me dijeron y si no me engañaron, de lo cual no estoy seguro en absoluto.

Cuando ya estuve más espabilado y habituado al dolor, pues uno se habitúa a todo, o más “chutado” que un yonky para que no lo notara, me subieron a la sala, a mi cama.
Allí me acomodaron y allí me quedé. Y allí empezaron las rutinas típicas a toda intervención quirúrgica. Lo agradable y el consuelo, dentro de la incomodidad y el dolor, es que las enfermeras que se encargaban de mí, en sus diferentes turnos, además de profesionales y muy simpáticas estaban como para mojar pan, y no pretendo que esto sea una grosería. Y esto cuando estás jodido es de agradecer.

Empezaron las visitas y, evidentemente, las primeras en interesarse por mí fueron enfermeras compañeras de mi mujer y también amigas mías. Ellas llenaron un espacio muy importante en la soledad aburrida de un ingresado y pos operado. Una de ellas fue laque me comentó, haciendo referencia a la habitación: “Como se enteren que te han puesto en una habitación de dos camas, les van a echar una bronca minina.” No sé con exactitud que pasó pero al día siguiente me trasladaron a una habitación individual que además de sillón y TV, como las otras, tenía un sofá de tres plazas cómodas y cama articulada, la cual después resultó ser mi peor pesadilla nocturna.

Desde la ventana de mi nueva habitación veía el interior del hospital, no era la vista que hubiera escogido, pero era mejor que otras. Estaba cerca de unos pasillos laterales que conducen a otros edificios colindantes y que están al aire libre, y por los que paseaba de vez en cuando, cuando me permitieron levantarme para moverme y hacer un poco de ejercicio, amén de concurrir también por los pasillos interiores como los demás “huéspedes” del hospital.

En los tres turnos; mañana, tarde y noche, (solo en este último turno hay algún enfermero) las diferentes enfermeras que te tienen a su cargo, sistemáticamente te toman la presión y la temperatura, además de atenderte y medicarte. Al cambiarme de habitación, y en el turno de tarde a Loli (la enfermera que me reconoció el primer día) ya no le correspondía hacerse cargo de mí, y así me lo comunicó con cierto pesar que yo también compartí, pero me prometió que me visitaría cada tarde. Y así lo hizo con encomiable constancia.

Durante el día las visitas, mi familia y la radio, eran mis inseparables compañeras y mi mayor fuente de distracción. Por la noche el silencio y el andar sigiloso del personal en sus tareas de atender a los enfermos, eran como un susurro apenas perceptible y solo roto por algún lamento o grito de dolor proveniente de una habitación un tanto distante.

Relajado por fin y sumido en un sueño casi profundo, cuando menos te das cuenta te despiertan para tomarte la tensión y la temperatura, son ¡¡las tres de la madrugada!! Cuando acaba, te pregunta que “como estás” y si no fuera porque es una persona amable, que te atiende bien y se preocupa por ti, le tirarías de los huevos y le dirías: Yo estaba de puta madre, ¿y tú cómo estás?

Y entonces empieza la “aventura nocturna” porque el ruido que emitía el motor de la cama articulada con colchón de aire durante el día, se notaba, pero con el bullicio pasaba casi desapercibido camuflado con el resto de ruido diurno, pero por la noche parecían aumentar los decibelios de una forma tan eufórica y constante de no había forma de conciliar el sueño. Este motor “despertador y tocapelotas” es el encargado de deshinchar e hinchar el colchón para que tu cuerpo se adapte a un descanso perfecto y para quien padezca de obesidad mórbida, que es básicamente para lo que se suele usar, no se le ulcere el cuerpo. Pero al que lo inventó se le olvidó que por las noches se agradece el silencio y más cuando estás hospitalizado, hubiera sido de agradecer que la hubiera probado antes.

Entonces me armaba de paciencia y de transistor y a escuchar la radio. Y que coincidencia del organismo, era cuando más meaba y como tenía que guardar el preciado líquido y no podía moverme, tenía que llamar al enfermer@ para que vaciara el “porrón.” Además cerca de la ventana había un nido de algún tipo de ave - me dijeron que podrían ser palomas - que por la noche y hasta las ocho de la mañana no dejaban de castañear con sus picos, emitiendo un ruido tan persistente como desagradable y quisquilloso. Toda una distracción nocturna. Al fin, supongo que por cansancio desesperado, me quedaba “roque” y con la radio encendida. En la otra habitación, la de dos camas, seguro que hubiera podido dormir mejor pues el colchón no era de aire.

Un día en uno de mis paseos por uno de los pasillos, me crucé con la doctora que me operó, iba acompañada de un cirujano de su equipo, me acerqué a ella y separándola de su acompañante la cogí del brazo y acariciándoselo, le di las gracias y la besé en la mejilla. Ella me sonrió y me dijo: “Yo ya he cumplido.” Aquella frase y la forma en que la dijo me dio que pensar.

Y pensando en aquello me vino a la memoria, - cosa que posteriormente confirmó mi hija que estaba presente y lo oyó - que antes de entrar en el quirófano y cuando esta ya sedado y, por decirlo de algún modo, más allá que aquí, mande llamar a la cirujana que me tenía que operar y le dije: “Yo he hecho lo que tenía que hacer, ahora haz bien tu trabajo.” (O algo así.) Evidentemente lo que me dijo en el pasillo de la sala era la respuesta de la Dra. Salva Delgado, a esta mi petición.

Al día siguiente ella venía de su visita diaria a los pacientes, cuando me la volví a cruzar en el pasillo de la sala y me dijo: “Como veo que estás bien mañana te vas a casa.” Era viernes. El sábado por la tarde me dieron el alta y me fui a mi casa. Había estado en el hospital cuatro días.

Lo que más me impresionó de mi estancia hospitalaria, más que mi propia enfermedad e intervención, pues en todo momento estuve tranquilo y las cuales en ningún momento me preocuparon en exceso por intuir que todo iría bien y que lo habíamos cogido a tiempo, como así se ha demostrado después, fue el dolor de las personas que allí estaban.

No podía evitar cuando paseaba por los pasillos de la sala, franqueados por habitaciones en ambos lados del pasillo, casi todas con las puertas o abiertas o entreabiertas, de reojo, al andar, veía a las diferentes personas, la mayoría de ellas postradas en sus camas, con gestos de dolor, a menudo con desgarradores quejidos que te invadían el alma y te hacían sentir una impotencia y dolor como si una espada te atravesara cuerpo de parte a parte.

Ver el dolor de aquellas personas y ver cómo me sentía yo, tranquilo, fuerte, con apetito desmesurado, sin haber perdido casi peso a pesar del interminable “ayuno” y de la intervención, me daba hasta vergüenza. Pero nada podía hacer por ell@s salvo tenerles en mi pensamiento y desear que tuvieran la mejor de las suertes. Yo no soy creyente y a pesar de ello no pude evitar pedir por todos ellos.

A los camilleros, a las enfermeras del “BOX”, al personal de anestesia y en especial a la Dra. Pilar Taurá, que recién incorporada de vacaciones insistió en ser mi doctora responsable de anestesia (como en la intervención del año anterior), a todo el personal sanitario que me atendió en la sala, a la Dra. Salva Delgado y a todo su equipo. A todos ellos con mi más sincera y profunda gratitud.

A todos los enfermos de la 4ª planta de la escalera 5 del Hospital Clínico de Barcelona, mis mejores deseos de que tengan la misma suerte que yo he tenido, pues están en las mejores manos que hoy hay en el mundo de la laparoscopia internacional. Y si hay un Dios, seguro que les atenderá como se merecen.

(Así mismo, mi más profundo agradecimiento a aquellas personas, conocidas o no, y que a través de Internet me han mostrado su afecto, comprensión y solidaridad. Gracias amigo@s.)

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AMIGOS, ENEMIGOS, PERSONAS.

Uno cree que tiene amigos. Uno sabe que tiene amigos. Tal vez piense que aquellos a los que él considera amigos, también le correspondan en este mismo sentimiento, aunque a veces tal vez no sea así. Quien puede saberlo.

Pero cuando uno realmente siente la amistad de aquellos a quien considera como a tales, es cuando en un momento de la vida les tiene que comunicar una noticia importante, grave, tal vez trascendental para uno mismo.
En este momento y solo en este momento, uno se da realmente cuenta de qué es un amigo. De qué siente un amigo. De cómo se expresa un amigo, aunque su boca no haya pronunciado palabra alguna. Basta con mirarle a los ojos. Basta con ver su expresión corporal. Basta con sentir su propia alma al lado de tu corazón.

Y es en aquel preciso instante cuando, si fuera preciso, cambiarías tu propia vida por aquella persona. Porque ella se siente tan cerca de ti que su sola presencia te llena de júbilo. Porque realmente en aquel momento, estés como estés, te sientas como te sientas, te consideras el hombre más afortunado y rico del universo.
El teléfono había estado callado toda la mañana. Súbitamente empezó a emitir su característico y musical sonido.

¡Hola!, dije al descolgar.
Al otro lado una voz conocida me espetó: ¿Cómo ha ido, que te ha dicho el médico?

Tengo cáncer. De colon. Dije.
Se hizo un silencio.

Al cabo de unos segundos que parecieron horas dije, estoy bien y lo voy a superar.
Una voz entrecortada dijo un escueto, “sí.”

Creo que lo vamos a coger a tiempo y la intervención será limpia. Repuse.
La misma voz aún más entrecortada volvió a asentir con otro corto, “sí.”

Venga, no te preocupes, aún voy a darte el coñazo mucho tiempo. Añadí.
Casi en sollozos, que no pudo disimular aunque lo intentó, volvió a decir “sí” muy escuetamente, y colgó.

Lo primero que me vino a la cabeza fue lo mal que lo estaría pasando en aquel momento aquella persona. Y el corazón se me estremeció. Y en lugar de sentir compasión por mí, que a fin de cuentas era el afectado, este sentimiento lo percibí por aquella persona. Y sentí no estar a su lado para abrazarle.
Se corre la voz. Y a medida que vas hablando con todos ell@s, con los amig@s, te das cuenta de lo importantes que son en tu vida, para ti mismo y para tu familia. Y una agradable sensación sacude todo tu cuerpo de pies a cabeza dándote, si cabe, mayor fuerza.

Y entonces te sientes grande. Te sientes feliz. Te sientes muy acompañado.
Se ha dicho siempre que a una persona se la “mide y valora” en función de los enemigos que tiene. Es decir, cuantos más enemigos y de mayor calado que estos sean, más relevante es el sujeto.

Pienso que ello es cierto, pero para mí es totalmente irrelevante.
Por ejemplo, para mí que una serie de individuos, (ya puede ser la vecina de abajo. El que te encuentras “paseando” por la calle mientras hace creer que trabaja cuando en realidad está al acecho de algún nuevo tapujo o de una nueva comisión ilegal. A quien se cree ser un empresario cuando solo es un pobre diablo ego centrista más henchido de mediocridad que de talento. Al que está o ha estado como funcionario, porque en otro lugar más serio y profesional no le acogerían ni de guasa; etc., etc.,) de este “talante” puedan considerarse enemigos acérrimos con visibles manifestaciones que, más que ofensivas, están en la línea de su propia idiotez, me trae sin cuidado porque ellos no tienen, ni han tenido nunca, ni tendrán, ningún tipo de valor.

Sin embargo, aquellas otras personas que a través del tiempo te han ido conociendo. Que has conllevado con ellas momentos de toda índole, intimando y compartiendo situaciones que, a menudo, ni con la familia compartes. Que aunque discrepando en ocasiones, están siempre a tu lado. Estas personas no tienen precio. Estos son realmente, los auténticos amigos.
Y los amigos están siempre ahí. En las ocasiones más banales y divertidas y en las más serias y dramáticas. En las situaciones de placer y jolgorio o en las comprometidas y serias. En los momentos de dolor y en los de alegría. Ellos están siempre. Y en cualquier situación.

Y a pesar de ello hay un día en el que te das cuenta que tal vez no los has sabido valorar como realmente se merecen. Que a pesar de quererlos con el alma y de forma desinteresada, posiblemente aún hubieras podido darte y darles un poco más. Y entonces te das cuenta de que posiblemente no has hecho todo lo que podías hacer de la misma forma que también te das cuenta que nunca es demasiado tarde para hacerlo o por lo menos, para intentarlo.
A todas las entrañables personas que me rodean y, sobre todo, a todos mis amigos.

PD.:
Y a mis enemigos: Carpe Diem. (*) Y añadiría: “No perdáis el tiempo conmigo, no os merezco.”

(*) Carpe Diem: "Goza del día"; viene del latín, Carpo-Capsi-Captum. Generalmente viene a significar "Vive el Presente".
La frase completa es "Diem loquimor fugerit in vita aetas: carpe diem, quam minimun crédula postero": " Mientras hablamos, huye el envidioso tiempo, goza el día y no confíes lo más mínimo en el mañana.

 
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